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Hace unas semanas me subí a un avión. Por obligación, porque la verdad es que nunca me ha gustado mucho volar… La cuestión es que allí, a punto de notar cómo las ruedas del vehículo empezaban a moverse y de llenar el aire con esta sensación de apretujar, escribí unas líneas. Para distraerme, para no pensar. Pero pensando al fin y al cabo que todo lo que nos supone un reto acaba dándonos una lección.

Lo que decía: Nunca me ha gustado volar. La verdad es que no veo muy natural eso de estar suspendida en el cielo en un aparato que pesa toneladas. Para mí hay tres grandes misterios de la vida:

  • La santísima Trinidad
  • El éxito de Belén Esteban
  • Por qué los aviones vuelan.

Pero claro, “el que algo quiere algo le cuesta”. Y si quieres avanzar, has de aceptar el movimiento. Así que ahí estaba yo, por enésima vez en un avión, recordándome a mí misma que cada minuto hay un millón de personas en el cielo y que es el transporte más seguro del mundo.

Vaya, que muy mala suerte sería que se cayera justo en el que voy yo.

Despegamos…

Entonces escucho a una chica resoplar. Está sentada en mi misma línea, así que sólo tengo que adelantarme un poco desde mi asiento para mirar y poder verla.

Su pareja le sostiene la bolsa que cubre su boca. Esta se mueve con brusquedad mientras el aire entra y sale de ella. No es una bolsa normal, tiene unas cintas a los lados que se ajustan a su cara.

Ella resopla cada vez más. Observo sus piernas en tensión, tratando de ganar suelo, como intentando erguirse para coger aire. Está pataleando. Lo hace porque le falta el aire.

Resopla con fuerza, está teniendo un ataque de pánico.

No se trata de un ataque de pánico de esos que te dan cuando estás viendo una película de miedo, esos de risa floja. Es pánico de verdad.

Su pareja la atiende: tomándole la mano, sosteniéndole la bolsa, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído. Nos damos inmediatamente cuenta que para él esto no es algo nuevo.

El avión asciende y en su maniobra de despegue hace un giro. Primero va inclinándose a la derecha, tanto que puedes ver el mar desde la ventanilla en vertical. Inmediatamente después vuelve a oscilar en el sentido contrario. Se trata de un viraje habitual para que la aeronave entre en la autopista imaginaria que le conducirá a su destino. Es un vaivén comprensible pero ¿qué importa lo racional?

Los gemidos aumentan, ahora ya mezclados con desesperados sollozos perfectamente audibles.

Muchos pasajeros estiran la cabeza para ver qué está pasando. Su pareja mantiene la calma y ella, respira y respira, intentando superar ese ataque de pánico.

Entonces pienso: ¡qué valiente!

Sí, qué valiente. No pienso que es una loca por volar cuando sabe que tiene un miedo visceral. Ni que se trata de una histérica por no poder controlarlo. O que es una cobarde por no superarlo.

Me inspira valor y admiración.

Desconozco su motivo para volar, no se si tiene que hacer una visita a un médico que le salvará la vida, si va a visitar a sus padres o si simplemente irá de turismo. Lo que sí se nota es que ella sabe, y su pareja también, que tendrá que afrontar un doloroso momento y a pesar de eso, decide hacerlo.

No huye ni se conforma con quedarse en la seguridad del hogar.

Superar la barrera del miedo te hace alcanzar cosas que merecen la pena

En la vida y en la trayectoria profesional siempre pasan cosas. Tragos difíciles de afrontar que ponen a uno contra las cuerdas. Si uno tiene una visión clara sobre su objetivo y el beneficio que logrará al conseguirlo, si conoce sus debilidades y se prepara para superarlo, si se rodea de personas y de equipo que pueda ayudarle; podrá conseguirlo.

Aunque sea muy duro, aunque le de miedo.

Cuando el avión ya estaba en el aire está chica se tomó una manzanilla y se levantó para ir al baño. Quince minutos más tarde estaba hablando tranquilamente con su pareja y haciendo anotaciones en una libreta mientras planificaban su viaje. Los otros pasajeros también volvieron a sus asientos, unos dormían, otros leían y otros charlaban animadamente.

Mientras, yo escribía este relato. La chica me había inspirado y me había recordado a los cientos de personas que he conocido a lo largo de mi carrera. A esos que han superando trabas muy difíciles, quizás de una manera menos visible que un ataque de pánico, que sin duda les han costado tanto.

Personas que me han parecido héroes. Héroes que hacen a equipos, empresas y sociedades mejores; anteponiendo un beneficio superior a un mal rato.

Como aquella chica que se alzó victoriosa sobre sus miedos para que no limitaran la plenitud y el disfrute de su vida.

Porque… «¿Quién dijo miedo?»


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